Queridos hermanos y hermanas,
nos reunimos como comunidad alrededor de la mesa de la Palabra y la mesa de la Eucaristía.
Hoy la Palabra que Cristo dirige a sus discípulos nos sorprende y parece que pone en cuestión algo que tenemos por muy asentado: la familia. Padres, hijos, hermanos y hermanas, están siempre en el primer lugar de nuestro escalafón, son aquellas personas por las que daríamos la vida.
Y Jesús nos dice:
“Si alguien viene a mi, y no me ama más que a su padre o a su madre, que a sus hijos e hijas, que a su hermano o a su hermana, no puede ser discípulo mío”
Fijémonos que no nos dice que no les amemos, nos dice que el primer lugar ha de ser el amor a Dios. Nos lo ha dicho en otros momentos, cuando en una conversación con un maestro de la Ley le recuerda que el primer mandamiento es amar a Dios, pero que hay un segundo mandamiento semejante a este: amar al prójimo.
Y mi prójimo empieza en los más cercanos, en la familia: en mi padre y mi madre, en mis hijos, en mis hermanos. Ahí empieza mi prójimo.
El encuentro con Jesús lo transforma todo, y transforma también las relaciones familiares, las relaciones humanas y les da un nuevo sentido y una nueva luz.
En la segunda lectura hemos leído la carta a Filemón, una de las más cortas de todo el Nuevo Testamento, tan corta, que excepto el saludo inicial y la despedida, ya la hemos leído hoy en su totalidad. En esta carta san Pablo comunica a Filemón que su esclavo Onésimo se ha convertido a la fe, y le pide que no lo trate com un esclavo, sinó como a un hermano en la fe.
Por tanto, las relaciones familiares y todas las relaciones, a la luz del encuentro con Cristo resucitado, no se empobrecen, sinó que se enriquecen. Estas relaciones que son buenas y nos hacen crecer humanamente, vividas a la luz de la fe todavía nos enriquecen más.
Jesús hace este planteamiento tan radical porque seguirlo a Él es un acto de libertad, en el que no nos podemos ver esclavizados por ninguna relación. Si vivimos una relación personal tan cerrados que impide la entrada de Dios en ella, no tenemos la suficiente libertad para acogerlo a Él en nuestras vidas y dejar que las transforme.
Quiere que no hagamos un absoluto, que confiemos en Él.
Ayer participé en la celebración del 25 aniversario de profesión religiosa de una religiosa de Rubí. Rodeada de su familia, de las hermanas de su comunidad, de otros amigos y conocidos, vi en ella, vi en su familia, vi en sus hermanas de congregación, vi caras de felicidad. Su opción de seguir a Cristo dejando atrás la familia, la posibilidad de crear una familia, no las había hecho infelices, al contrario, una de ellas me explicaba como había transformado las relaciones familiares valorando sobre todo hacer feliz a los otros.
Busquemos la felicidad en Cristo, dejemos que Él ilumine y transforme nuestras relaciones familiares para que vayan siendo espacios de entrega mutua, de donación, de vida, abiertos al entorno, al mundo, a los más necesitados, a Dios.